Objetores de conciencia en Argentina

Relatos: La incorporación

El calabozo del Cuartel de Ciudadela.
MANGIARDO, Carmelo Luís, Clase 1962.


Me presenté al distrito militar San Martín (Ramos Mejía, B.A.) un fría y lluviosa mañana del mes de marzo de 1981.

Para el resto de los Testigos de Jehová, ese sería el comienzo de un extenso período de prueba, que en la mayoría de los casos duraba 4 años. Estábamos en pleno régimen militar de facto y aunque no lo sabíamos, el año siguiente comenzaría la guerra de Malvinas donde muchos de los jóvenes que se incorporaron al servicio militar con nosotros dejarían sus vidas.

Pero en mi caso y seguro el de muchos de los que me acompañaron en esa vivencia, esto empezaba mucho antes. 

Todo joven testigo de Jehová que nació en Argentina sabía que a los 18 años tendría que afrontar esa prueba, por eso a partir de la entrada en la adolescencia todos esperábamos cada año con la esperanza que las leyes cambien o Jehová dijera “basta” y viniera su tan ansiado reino. A medida que pasaban los años veíamos que a nosotros también nos iba a tocar. Así que les pido que se pongan en la mente de un adolescente lleno de proyectos hacia el futuro, que siempre chocaban en su mente con la realidad: en unos años más vas a ir preso y toda tu vida entrara en un freezer por decirlo así por cuatro años, así que tendrás que posponer proyectos, amores y metas teocráticas.

Cuando cumplimos o estamos por cumplir 18 años, se realizaba un sorteo con los tres últimos números del DNI, a los cuales se asignaba tres números por sorteo. Así que cada DNI ahora pasaba a tener nuevos números, y de acuerdo a la cantidad de varones nacidos ese año, se “salvaban” del servicio militar obligatorio los números de sorteo 000 hasta un número determinado. A mi me toco el numero 462, lo que significaba incorporarme en el arma de Ejército.

Ese año fue muy tensionante, ya que tenía que trabajar como todos, seguíamos en proscripción en argentina y a la vez, me tenía que preparar para la prueba. Fue muy animador contar con la ayuda a través de los años de hermanos que habían pasado con éxito la objeción de conciencia. Recuerdo a Hugo Pérez, quien salió en la amnistía dictada por el presidente Cámpora. También a Carlos Bragini, Andrés Velazquez, Carlos Pletz y Alberto Fornagueira, todos clase 54 que estaban en Campo de Mayo. A medida que se acercaba la fecha muchos otros que estaban aún detenidos me animaron mucho, Adrián Sampataro, Víctor Grammatico, Oscar Villalba y Rafael Longo, a quien visitamos en la Prisión Naval. Allí, me di cuenta que sería difícil, ya que Rafael estaba muy golpeado las veces que lo visité.

Lo que quiero transmitir es que para nosotros, fue la crónica de una detención anunciada, no es vivir libre con la posibilidad de que te detengan. Nosotros sabíamos que íbamos a ser detenidos y presionados para transigir, así que el desgaste emocional empezaba mucho antes, años antes. Y el que usaba bien ese tiempo se preparaba para lo que iba a venir.

Cuando llego al distrito militar me identifico como Testigo de Jehová, pero parece que nadie hace caso a mi indicación. Me mandan a un sector y haciendo una de las tantas filas me encuentro de “casualidad” con Claudio Longo, otro testigo. A ambos nos hacen subir a un camión y terminamos en Ciudadela en el GADA101 (actualmente el lugar es museo del Ejército). Luego de estar varios días con ropa de civil viene el día en que se nos da la ropa militar y nos negamos a vestirla. Nos amenazan, golpean y empujan. Los soldados presentes nos ruegan que nos pongamos el uniforme para cumplir solo un par de meses y “salir de este infierno”. Esa noche la pasamos en el calabozo. Al llegar nos encontramos con otro testigo: Marcelo Solari. Al día siguiente lo trasladarían a la Prisión Militar de Encausados en Campo de Mayo. Jehová nos mando el consuelo de este hermano, ya que nos animó mucho, nos regaló una manta y nos previno de muchos peligros, entre ellos el de un soldado homosexual que estaba preso allí en los calabozos.

Así empezaron 8 meses en el calabozo. La consigna dada por los Jefes de las dos unidades que compartían el terreno era tratar de doblegar a los testigos de Jehová, ya que había algún tipo de orden secreta interna que restaba puntos a la unidad, o meritos para posibles ascensos si había sumarios por insubordinación TJ en algunas unidades. Algo de esto había, porque las unidades que tenían “contactos” con el jefe del distrito militar, “canjeaban” testigos por otros soldados, y a esos testigos los enviaban directamente a la Prisión Militar de Encausados en Campo de Mayo. Pero aquellos que carecían de esos contactos recibían los testigos y los trataban con bastante rudeza, obligándolos a cambiar. Este tipo de ataque sucedió a partir del año 1980 en adelante, lo intuimos porque la mayoría de los relatos de esa época mencionan algo de esto.

La vida en el calabozo era así: cada mañana a las 6:00 AM se tocaba “diana”, todos se levantaban, se les retiraba a los presos el colchón y la manta que se les había proporcionado a la noche. Se tenían que asear como podían porque no había agua caliente ni duchas y presentarse al cambio de guardia. No había desayuno de mate cocido para los presos.

Se presentaba a la guardia el nuevo Oficial de Servicio, quien revisaba a cada uno de los presos como si fuera ganado, si tenía todos los dientes, si tenía marcas de haber recibido golpes, etc. Se revisaba que no tuviéramos cordones de zapatillas ni cinturones. Acto seguido, se enviaba a un soldado a tirar varios cilindros de agua en los calabozos (para que no pudiéramos tirarnos al piso, sino estar de pie todo el día). Así pasaban los días, en los que no había absolutamente nada para hacer, es la peor tortura que puede uno tener: la inactividad. No hay duda que el trabajo es “un don de dios”. Conversábamos temas bíblicos, practicábamos demostraciones, les predicábamos a los soldados presos, pero aun así el día no se terminaba más.

La comida la traían fría y cuando se acordaban. A las 22 hs se nos traía la cena, se pasaba el secador para quitar el agua que impedía que nos sentáramos en el piso y se tiraba el colchón y la manta que nos traían para pasar la noche sobre el piso húmedo. Y a dormir, porque el régimen de castigo del calabozo era que cada dos horas vienen los soldados y lo despiertan de forma violenta, con golpes de tambor, patadas en las puertas; y a veces cuando los suboficiales estaban alcoholizados, recibíamos patadas en el cuerpo, o mandaban a soldados a tirar agua con cilindros a los presos. En una ocasión un individuo anda a un grupo de soldados a entrar y gritar a voz viva, otra ocasión que recuerdo ese mismo sargento mando al soldado tambor y al que tocaba la trompeta a tocar “diana” dentro del calabozo. Esos despertares violentos eran comunes. Acto seguido, a todos los presos se les saca afuera, si no se apuran, se los saca a los puntapiés.  A los soldados se les ordena hacer movimientos vivos. Los testigos nos negamos a eso, así que estamos más tiempo despiertos, se nos ordenan trabajos denigrantes o burlones: atrapar mosquitos y tirarlos al inodoro, limpiar los baños sucios a propósito, secar el playón de entrada cuando llueve torrencialmente, barrer las hojas de los árboles en otoño cuando se caen por el viento. Todo eso acompañado de gritos, insultos, agravios hacia Jehová y toda amenaza que se puedan imaginar.  El procedimiento se repite a las dos horas, por lo que cuando uno vuelve a dormir, trata de hacerlo desesperadamente porque sabe que a las dos horas nuevamente lo van a despertar. Se nos despertaba a las 00:00, a las 2:00 y a las 4:00. Resultado: un cansancio terrible y en mi caso mucho desgaste mental. A veces nos sacaban a la vereda del cuartel para barrer con soldados armados apuntándonos: nos decían que nos matarían porque nos quisimos escapar corriendo. La guardia cambiaba todos los días y por los primeros dos meses siempre tuvimos oficiales y suboficiales nuevos, quienes querían ganar la posibilidad de ser los que “convencieron” a los testigos de ponerse la ropa.

Al mes pudimos recibir la primera visita y un regalo preciado: un pequeño envase con vino para poder celebrar la conmemoración que era en abril. La hicimos con ese envase de perfume con vino y unas galletitas. Luego conseguimos entrar una Biblia que escondimos en un agujero en la pared. En mi caso particular me afectó la salud y el sistema nervioso el no poder dormir bien, estaba bajo constante presión, y si bien lo que me pasó a mi no fue nada en comparación a lo que sufrieron muchos hermanos, estaba muy alterado, y le oraba a Jehová que me diera tranquilidad porque no podía manejarme, creía que me iba a agarrar una crisis. No recibí ninguna visita, salvo la de mis padres que ya comenté, pero un día de semana me llaman a la guardia diciendo que tenía visita. Me sorprendí mucho, y espere una mala noticia, pero cual seria mi sorpresa cuando al acercarme me encuentro a un cliente de mi papá que era sastre. Se trataba de un médico militar retirado, el Capitán (RE) Azar. Me contó luego mi padre que el lunes lo encontró por casualidad y en la conversación surgió que yo estaba preso y el señor le dijo: “quiero visitarlo” y así lo hizo al otro día. Invocando su grado militar, lo dejaron pasar sin problemas. Fue una visita breve, pero la verdadera intención del señor fue darme a escondidas unos remedios ansiolíticos, fue la respuesta a la oración. Tomar ese medicamento restableció mi cordura y de ahí en más ya de a poco me acostumbre al ritmo del calabozo.

Luego de dos meses la presión bajo, ya que NO en todas las guardias se nos despertaba según el reglamento, así que algunos días podíamos tener un sueño reparador de 8 horas. Además, a partir que los soldados juraron la bandera el 20 de junio, se nos dejó salir para cebar mate, barrer y hacer otros trabajitos, algo que apreciamos profundamente ya que nos permitía hacer algo y a la vez poder predicar. A veces sucedía que citaba un texto pero no podía recordar el capítulo y versículo y no tenía la “Biblia verde” para mostrárselo y buscarlo fácil, tenía que ubicarlo en otra versión y entonces pensaba: cuanto tiempo desperdicie en no haber aprendido los capítulos y versículos de memoria, cuanto me hubiera servido en este momento. También en este tiempo recibimos otras visitas, ya que algunos ancianos se animaron a visitarnos.

Pudimos dar testimonio a muchos militares, incluso a algunos que eran opositores acérrimos. Un Cabo de apellido Ruckauf siempre nos golpeaba cuando estaba de guardia, estaba un poco bajo influencia del alcohol y daba cachetazos y puntapiés, era un individuo corpulento y sus golpes aunque no los hiciera con intención de lastimar, nos dejaban tullidos. Resultó que en una ocasión el mismo fue al calabozo porque perdió el arma, y estaba angustiado por el trato que le dieron sus superiores, lo escuchamos, lo consolamos y le predicamos, nos pidió perdón por los maltratos, luego el decía que éramos sus amigos y nos vino a despedir cuando nos fuimos.  Otro capitán de apellido Martínez Segon, de Salta, quien era oficial grado “comando” nos apremió mucho en sus guardias, tuvimos que escuchar sus discursos patrióticos sin poder abrir la boca. Nos amenazó con su arma y dijo que éramos una lacra para el país. Luego de los primeros meses, cuando era obvio que no íbamos a transigir, y particularmente luego de que se nos hiciera el sumario militar, ya la actitud del capitán cambió. Un fin de semana que estaba de guardia nos hizo salir delante de toda la formación y dijo que él como oficial comando prefería estar con “estos dos locos testigos”, porque aunque están estropeados en su mente, están acá porque quieren y van “a muerte” con sus ideas, en cambio los soldados estaban por obligación y no querían realmente a la patria. También nos vino a saludar y dijo “lamento soldado (siempre nos llamó soldados) que estén en el bando equivocado, la patria se pierde dos personas de gran valor”. Predicamos a muchas personas, a veces traían prostitutas y a propósito nos mandaban a llevarles comida (las tenían escondidas). Lo primero que hacíamos era identificarnos (era fácil porque siempre preguntaban por que estábamos de civil) y predicarles, y casi siempre tenían algún familiar o conocido testigo en las villas donde vivían y de donde las traían. En una ocasión un soldado nos viene a hacer preguntas y nos dice que el tendría que estar en nuestro lugar pero no se animaba, porque entendía lo que decía la Biblia. Le predicamos pero con cautela porque pensábamos que estaba en la oficina de inteligencia y su intención era sacarnos algún dato que nos pudiera perjudicar. El soldado prometió que cuando saldría se iba a acercar a los Testigos de Jehová. Cuando salgo de baja lo encuentro en una asamblea, aun con el pelo largo, había comenzado a estudiar, el me reconoció. Era de la zona de Ciudadela, progresó, se bautizó, y con el tiempo fue superintendente de circuito, se trata de Horacio Santos.

Así pasaron 8 meses, y un día, sin mediar aviso previo, nos trasladaron al penal de Magdalena. Fue un hecho extraño porque yo estaba con prisión preventiva y no debía ir a ese lugar, sino a la Prisión Militar de Encausados (Campo de Mayo). Agradezco a Jehová ese traslado ya que me permitió estar en contacto con hermanos clase 1958 que de otra manera no hubiera conocido adentro. Conocer a hermanos cuatro años mayores me ayudó mucho. Además, al poco tiempo de llegar a Magdalena llegué a conocer la congregación clandestina que funcionaba en el penal. Los hermanos me ayudaron a salir del Pabellón 6 Bajo en que estaban alojados mundanos que era un tanto peligroso y estar en el Pabellón 4 Bajo con los testigos.

Puedo decir que la prueba de fe estuvo en el cuartel de Ciudadela, porque cuando llegué a Magdalena había un régimen militar, pero ordenado y no agresivo. Los tiempos de las golpizas y otros castigos a los hermanos habían terminado. Llegar allí, y ver una sábana y almohada, y tener una celda propia y poder bañarme con agua caliente era para mí como estar en un hotel de lujo luego de dormir en el piso húmedo con paredes mugrientas de un calabozo y bañarme con agua fría cuando se le antojara a algún jefe de guardia bueno. La prueba en Magdalena era no desperdiciar el tiempo. Usarlo para la edificación espiritual, a la vez que ayudaba a otros a hacer lo mismo. Y si bien al final de la condena teníamos un régimen de franco bastante generoso, la idea que se transmitía era no estar con la mente puesta en los francos sino en la congregación.

El resto de la condena transcurrió haciendo caso a los consejos y la guía de los mayores que siempre nos instaban a APROVECHAR BIEN EL TIEMPO. Conocí a muchos hermanos con excelentes cualidades espirituales, muchos hermanos del interior que tenían una madurez sobresaliente en comparación con algunos de nosotros, los hermanos jóvenes que estaban en el grupo de “la delantera”, que utilizaban todo su tiempo en pensar en la congregación, aquellos que eran conductores de libro y escuela, los encargados de seguridad, aquellos que introducían literatura, los que dedicaban parte de su descanso a hacer copias a mano del texto diario, de La Atalaya. Entendí que en cierta medida había desperdiciado parte de mi tiempo cuando estaba en libertad, y ahora no iba a hacer lo mismo.

Aprovechar para estudiar, para animar a otros y así ver esto como un entrenamiento que nos permitiría utilizar nuestras habilidades sabiamente cuando saliéramos de baja. Y eso trate de hacer, quizás en menor medida que otros porque me gustaba estar con los amigos y mi destino de trabajo en el Cine del penal y la cercanía con la imprenta y biblioteca, daba para “acovacharse”. Para el tiempo en que me tocaba irme de baja, pude llegar a ser (en el rango de privilegios de la congregación Magdalena) conductor de escuela y tener a cargo un grupo, el número 13.

Hay tantos hermanos que conocí y de los que guardo tan preciado recuerdo que seria injusto colocar sus nombres porque a alguno pasaría por alto. Ahora puedo conocer sus experiencias, porque cuando estábamos adentro no teníamos el ánimo de contarlas, ya que cada cual había sufrido la suya. Y también compartirlas con otros hermanos, para que conozcan, ya que en esa época, por razones de seguridad NO CONTABAMOS ABSOLUTAMENTE NADA, ni siquiera a nuestros familiares, razón por la cual los hermanos afuera tenían una visión distorsionada de nosotros, como jóvenes carentes de espiritualidad, porque no podíamos hablar de lo que nos pasó y lo que estábamos haciendo en las congregaciones clandestinas.

Ciertamente la experiencia de haber estado en todos estos lugares fue altamente fortalecedora, ahora que lo veo de lejos. Jehová me cuido en todo momento, ya solo pensar en que obedecer sus normas me salvó la vida, pues la clase 62 -de la cual soy parte- y algunos soldados de la 63 les tocó ir a la Guerra de Malvinas, de la cual muchos no volvieron.

Ya con 19 años, pude comprobar que Jehová responde a nuestras oraciones, a veces las que hacemos con “gemidos no expresados” y hasta nos da lo que necesitamos sin pedirlo. Por ejemplo me hizo encontrar con otro hermano en la incorporación (sé de varios que les pasó lo mismo). Me protegió de circunstancias difíciles en el calabozo, me envió al doctor militar para restaurar mi cordura, en fin, Jehová fue alguien real para mí y de ahí en adelante mi vida ya fue otra. Y la congregación Magdalena me dio la oportunidad de estar con otros amigos fieles y aprender de sus experiencias, compartir y tener una vislumbre de lo que será el nuevo orden. Porque uno se iba llorando de Magdalena, si, porque a pesar de estar presos y con la vigilancia de un régimen militar, estábamos en la compañía de hermanos. 

¡Que bueno es que hayamos podido reencontrarnos gracias a los hermanos que usaron sabiamente las redes sociales!